Numerosos estudios han demostrado los efectos psicológicos de la guerra, sobre todo en la población más vulnerable, como es el caso de niños y adolescentes. El conflicto bélico entre Rusia y Ucrania es solo uno más de entre la multitud de frentes internacionales abiertos y vigentes a día de hoy. Sin embargo, como europeos este conflicto nos toca de cerca y quizás por ello le prestamos más atención.
Durante un conflicto bélico, los menores se exponen -en diferentes grados- a dos tipos de eventos traumáticos. Eventos tipo I (traumáticos y repentinos) y eventos tipo II (en los que hay una exposición prolongada y un afrontamiento disfuncional).
Como resultado de la exposición a estos eventos traumáticos, los niños y adolescentes sufren problemas de salud mental. Condiciones como trastornos de ansiedad, trastorno por estrés postraumático (TEPT), depresión, trastornos disociativos (despersonalización, desrealización, entumecimiento y/o catatonía), trastornos del comportamiento (especialmente conductas agresivas, asociales y/o delictivas) y abuso de alcohol y otras drogas.
Una reacción “natural”
Estos problemas de salud mental son una reacción “normal” a eventos anormales. Sabemos que la exposición prolongada a la violencia de una guerra resulta en un incremento significativo del riesgo de desarrollar múltiples formas de desajuste biopsicosocial (Joshi y O’Donnell, 2003).
En una revisión sistemática realizada por Murthy y Lakohminarayana (2006) en la que se analizaron todos los estudios sobre salud mental infantil en distintas zonas de conflicto armado (Afganistán, los Balcanes, Camboya, Chechenia, Irak, Líbano, entre otros) se llegó a la conclusión de que el trauma de la guerra tiene consecuencias a largo plazo en la psique de los niños. Cuanto más prolongado es el conflicto, más graves son los síntomas.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) el 10% de las personas que viven eventos traumáticos presentarán posteriormente síntomas de trauma, mientras que otro 10% desarrollará cambios en el comportamiento o condiciones psicológicas que les impidan desenvolverse en la vida cotidiana.
Por su parte, Smith (2001) afirma que las variables más relevantes que determinan el impacto de la guerra en la salud mental de la población infantojuvenil son:
- La privación de recursos básicos (como vivienda, agua, alimentos, atención médica o escuelas)
- Relaciones familiares interrumpidas (debido a la pérdida, separación o desplazamientos)
- Estigma y discriminación (lo que afecta significativamente al concepto de identidad)
- Una perspectiva pesimista (el sentimiento persistente de pérdida y dolor, la incapacidad de atisbar un futuro mejor)
- La normalización de la violencia
La resiliencia como factor protector
Con todo, los niños y adolescentes no deben ser considerados solo como víctimas pasivas privadas de voluntad sobre quienes se ha ejercido la violencia. También pueden ser participantes activos en la sociedad, capaces de desarrollar sus propias formas de sobrellevar y sobrevivir. Capaces, asimismo, de elegir, resistir o participar en la violencia del conflicto armado (Dupuy y Peters 2010).
En este sentido, hay estudios recientes que señalan la enorme capacidad de resiliencia de los niños, lo que les permite convertirse en individuos plenamente funcionales a pesar de sus traumas (De Jong 2002, Fernando y Ferrari 2013, Jones 2013). De hecho, se han identificado varios mecanismos de protección. Entre ellos están los efectos de las estrategias de afrontamiento, los sistemas de creencias, las relaciones familiares saludables y las amistades.
En conclusión, el impacto psicológico de la guerra en niños y adolescentes tiene sus complejidades y debe ser analizado con cautela. El objetivo debe ser priorizar las necesidades más inmediatas y gestionar las consecuencias a medio y largo plazo sobre la salud mental de este grupo de población vulnerable.