¡A la mierda la psicología!
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¡A la mierda la psicología!

¡A la mierda la psicología!

¡Ay, Psicología! Pero qué bonita eres cuando te respetas

Si eres de esas personas que tienden a interpretar las cosas de forma literal, es probable que el título de este artículo te haya inquietado un poco. ¿A la mierda la psicología? ¿Y esto lo está diciendo un psicólogo? ¡Pero qué dice este chalado…! Calma, y sigue leyendo.

Déjame darte un poco de contexto para que puedas comprender qué hay detrás de esta ironía —poco sutil, por cierto. Lo primero que deseo expresar es que amo esta disciplina científica; sí, científica, porque la psicología es una ciencia, como la biología o la sociología. Y más concretamente, una ciencia natural (aunque, quizás, este punto es debatible, ya que hay académicos que prefieren incluirla en la categoría de ciencia social).

Efectivamente, la psicología es la ciencia que se encarga de estudiar el comportamiento humano. Los psicólogos somos expertos en analizar, comprender y modificar conductas a través de procedimientos, técnicas y tecnologías aplicadas como la psicoterapia, como ocurre en el ámbito de la psicología clínica o sanitaria.

Por lo tanto, lo que tenemos es una disciplina científica, a investigadores que generan conocimiento científico mediante el estudio del comportamiento humano en laboratorios y contextos naturales, y a técnicos -psicólogos y psicólogas de distintas áreas y especialidades —aplicando ese conocimiento y llevándolo a la práctica en sus consultas con sus clientes/pacientes/consultantes. Hasta aquí, todo bien.

Por un clavo se perdió un reino: entre la negligencia y el desamparo

Entonces, señor psicólogo, ¿cuál es el problema? Pues bien, sigamos. Para garantizar que los psicólogos cumplimos con nuestro deber y ejercemos nuestro trabajo con rigor, profesionalidad y con arreglo al código deontológico (una serie de normas y pautas de conducta profesional para el ejercicio de la psicología), existen instituciones como los Colegios de psicólogos o el Consejo General de la Psicología (CGP) —que vendría a ser el supervisor de los supervisores—dedicadas a ello. Sin embargo, como ocurre en otros ámbitos de la vida, de la teoría a la práctica hay un trecho.

En este sentido -y aquí empiezan los problemas-, los Colegios y el CGP no solo no están cumpliendo con su deber de garantizar que sus colegiados ejerzan su labor desde la práctica científica y cumplan con sus obligaciones, sino que —en algunos casos— están amparando prácticas pseudocientíficas y actividades que podrían calificarse de engañosas o, directamente, de fraudulentas; acogen en su seno charlas, talleres, supuestas formaciones de técnicas y procedimientos sin ningún aval científico o que han sido desechadas por espurias o ineficaces desde hace tiempo.

¿Y por qué ocurre esto? Un servidor puede especular o tener sus propias hipótesis, pero si tuviera que aplicar el sentido común, es probable que la respuesta más plausible tenga que ver con el interés económico puro y duro; ¿por qué ir en contra de mis propios colegiados si son, en definitiva, quienes pagan religiosamente la cuota del Colegio? Se hace la vista gorda a cambio de suculentos ingresos. Lamentablemente, esta lógica perversa contribuye a degradar la imagen de la profesión y de los profesionales que se dejan la piel, su tiempo y dinero, para ejercer la psicología de la manera más respetable y digna posible. No hay derecho.

Cuando los de abajo se mueven, los de arriba no cobran

En resumen, ¿cómo vamos a prestigiar esta disciplina científica si, quienes deberían velar por la integridad, la capacitación y el buen desempeño laboral de sus profesionales, ni siquiera son capaces de hacer su trabajo? ¿Qué va a pensar la sociedad de nuestro gremio si permitimos que cualquier iluminado, por mucho que disponga de un título de Graduado en Psicología, pueda practicar pseudoterapias que han demostrado ser ineficaces e incluso perjudiciales para la salud mental de las personas?

Como psicólogo colegiado y acérrimo defensor de la psicología científica, apelo a la responsabilidad de las instituciones y organismos que he citado antes; ya saben, aquello de que nunca es tarde si la rectificación merece la pena (o algo así). Pero también me dirijo a mis colegas de profesión: somos nosotros, vosotros, los protagonistas de esta historia y los más afectados por el statu quo. Saldremos más o menos perjudicados -o beneficiados- de esta situación en función de cómo utilicemos nuestra capacidad de persuasión para generar cambios significativos. Y esto implica que, a veces, hay que plantarse. No hay que olvidar que las transformaciones se dan por el compromiso inicial de unos pocos y el seguidismo posterior de otros muchos.

Ante este asunto, la indiferencia o la neutralidad son actitudes incomprensibles que solo perpetúan la complicidad con un sistema que actúa en contra de nuestros legítimos intereses, como poder competir en igualdad de condiciones frente al resto de colegas o no tener que compartir profesión con quienes se empeñan en dilapidar el capital científico, psicológico y humano con sus malas praxis y pantomimas.

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